lunes, 20 de mayo de 2013

Madurar en el deporte



El que lea estas líneas deberá ser advertido de que a pesar de encontrar en ellas una precisión de estudio sociológico, no se trata estrictamente de ello. Más bien hablaremos de una historia de vida, la mía.
Desde niño he tenido la pretensión de convertirme en lo que lo adultos llaman un adulto de la manera más rápida posible, y he intentado hazañas desechables para lograr mi cometido sin ningún resultado efectivo.
He intervenido en discusiones políticas en edad de infante, he tomado café en la sobremesa desde el séptimo grado, he vestido boinas y gamulanes en la adolescencia.
 Lo cierto es que todos hemos sido tildados de inmaduros varias veces a la semana durante algún tiempo sin entender el porqué de tal afirmación, pero sin lograr una defensa efectiva, acaso porque en el fondo entendíamos que no habíamos madurado tierra adentro.
Pero el tiempo corre sin remedio y llega un día, un mes, un momento, poco preciso, en el que la sociedad entera (excepto alguna novia con justas o injustas razones) decide que hemos madurado.
En mi ordinaria experiencia ese momento no tiene explicación alguna, y, sobre todo, no se ajusta a la realidad. Porque a pesar de mis esfuerzos no maduré tempranamente, no por lo menos a la edad que pretendía, ni siquiera maduré en el momento en que el resto decidió por mi el cómo, el cuándo y el por qué.
Desde niño, de todas las actividades que cambié por las de adulto, hubo una innegociable: el futbol.
He pateado una pelota desde que tengo conciencia de mis actos y me ha generado placeres indescriptibles. Hice amigos, los vi divertirse tanto como yo, he hecho goles memorables en escenarios hostiles, fui derrotado por buenos perdedores, abracé desconocidos en canchas de futbol cinco, miré de afuera encuentros ajenos con la esperanza de una convocatoria repentina.
El futbol me encontró con la calle, me regaló algunos saberes populares y hasta resignificó, por esos momentos triunfales, el apodo ganado en otros fueros. Fui "el abuelo" afuera, pero sobre todo adentro de la cancha, y eso era un halago.
Digamos que para un chico como yo, en aquellos momentos, con algunas particularidades poco reconocidas por los cánones de la belleza y la popularidad, este noble deporte fue un rescate, fue un amigo, un aliado que no permitió que me sintiera solo.
La compañía del fútbol se presentó en forma de compañeros de equipo y de rivales, pero también de multitudes que coreaban mi apodo en mi cabeza: –Abueeeelooo, abueeeelooo – rugían los tipos de las tribunas y la gente me miraba en la calle y yo sentía que me conocían de las canchas y las mujeres sabían de mi estado físico impecable y cada vez que toqué una pelota sentí que alguien me observaba y me ponía un puntaje, alguien que un día iba a aparecerse de carne y hueso frente a mi después de una actuación destacada para decirme: - Señor abuelo, usted es un gran jugador, le digo mas, usted es un crack. ¿Le gustaría jugar en boca?-. Ilusiones.
Los años fueron transcurriendo y como se imaginarán no apareció tal persona luego de los encuentros escolares primero, tampoco llegó tras ningún match de adolescencia. Ni siquiera vino a reconocerme finalizados los partidos con los compañeros de mi primer trabajo.
Y Como ya he dicho, el tiempo corre sin remedio y esa es la verdad. Y aunque alguien diga lo contrario en alguna canción, eso es lo triste del caso. Lo muy triste. Que hay algunas verdades que no tienen remedio.
Una noche después de un picado informal, me cambié en el club y regresé a mi casa. Volví solo en mi auto, hacía frío y ya garuaba. Me pregunté qué hacía padeciendo esas temperaturas. Me pregunté que comería al llegar a la casa. Pero no me pregunté que habría opinado mi tutor deportivo, aquel que me llevaría a debutar en primera.
No hubo puntaje sobre la actuación, no hubo repaso de jugadas, no hubo comentario íntimo sobre virtudes y defectos. No hubo más nada.
Lo cierto es que esa noche entendí que no sería mi destino el de jugador profesional de fútbol.
A los ojos de cualquiera, una conclusión lógica para una persona de treinta y tres años, oficinista, recibido con honores en la Universidad Pública. A mis ojos, la madurez entrando por la ventana para quedarse para siempre, arrebatándome un sueño.
Hoy me arrepiento de aquella noche, de haber madurado, pero agradezco no haberlo hecho cuando tan temprano lo deseaba para entrar en el mundo de los grandes.
El sueño debe permanecer intacto aunque bordee la locura, aunque montones de personas se agolpen frente a tu casa para mostrarte carteles que digan lo contrario, aunque dejes en el camino realidades.
Por eso, si algo de este texto es rescatado por ustedes, se lo agradecen al chico que jugaba a la pelota.

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